LOS FILETES DE LA SUERTE

Aquellos años fueron de extrema necesidad. Necesidad de todo, de comida, de medicinas, de ropa de abrigo, de trabajo…las autoridades se vieron en la obligación de establecer férreos controles en todos los accesos a la ciudad, para evitar el contrabando y los abusos, y repartir la escasez por igual entre todos los ciudadanos hambrientos y enfermizos.

Se establecieron puntos de entrega de alimentos, vigilados y coordinados por efectivos policiales y militares. Era necesario presentar el documento de identidad, a más de otro expedido al efecto por las autoridades en el que figuraban el número de miembros de cada vivienda, en función del cual se asignaban las raciones alimenticias.

Ir cada lunes al punto de recogida era una sorpresa. Desde el amanecer, se formaban interminables colas de mujeres, hombres y niños. Existía el temor fundado de que si no estabas presto, la comida se podía terminar, y quedar fuera del reparto. Y parecía imposible pasar una semana sin la ración. Esto se demostraría mentira en muchas ocasiones. ¡Increíble lo que es capaz de aguantar un cuerpo!

Pasados unos meses de colas, y por aquello de «al mal tiempo buena cara», en la cola comenzaron a surgir comentarios más o menos chistosos sobre los alimentos que se repartían. El pan era muy apreciado, pues no se desperdiciaba ni una sola miga. El día del reparto, en que todavía estaba algo blando, se comía como alimento complementario. Los días siguientes, valía para añadir al caldo aguado. Ya si rodaba por la fresquera algún huevo de gallina, aquel primer plato era un exquisito manjar.

Sobre los gusanos que albergaban las frutas y verduras, los comentarios eran de todo tipo y condición. Eran esos gusanos blancos, o verdes, de aspecto francamente repugnante. Claro que conocidos eran aquellos que mantenían que en los frutos en los que aparecían eran los más sabrosos, y se los comían, gusano incluido en muchas ocasiones. Debían tener razón, pues no conocimos a ninguno que enfermara o contrajera alguna enfermedad digna de mención por esta práctica.

También repartían latas de migas de atún. Todos llegaron a sospechar que existían muchas clases de atún en los mares. Unas semanas, lo que había dentro de las latas era un pescado de color blanco, otras se tornaba en un color marrón oscuro. El sabor tampoco era el mismo, así que cuando la madre de familia se disponía a clavar el abrelatas en el borde, la expectación entre todos los miembros de la unidad familiar era máxima. Todos miraban con una fijeza extraordinaria, total, absoluta. Ningún acontecimiento habría sido capaz de distraer la misma. Apretaba con fuerza la madre, entonces emergía, suave unas veces, con fuerza otras, el primer chorrito de aceite. Si el mismo era blanco, una sonrisa se dibujaba en la cara de todos los presentes. Los niños, siempre más espontáneos, incluso se arrancaban con aplausos y vivas. Por el contrario, si el chorrito era marrón, el rictus de disgusto se hacía patente. ¡Vaya, ya nos ha tocado el atún marrón! Cuando esta circunstancia se comentaba en los pasillos de los bloques de las viviendas, o en los bancos de delante de los portales, explicaban que la diferencia no era el atún, sino el aceite con el que rellenaba las latas. Es algo que nunca supimos. En aquellos días, se comían igual el contenido. Luego ya, con el paso de los años y el fin de la escasez, hubo quien se volvió muy elegante, y no volvió a consumir migas. Solo lomos y ventresca.

Aquellas latas, redondas, dieron mucho juego. Una vez bien rebañadas, se limpiaban debidamente, y cumplieron misión de recipientes para infinidad de situaciones: desde costureros, hasta macetas para las plantas que algunas vecinas ponían en las poyatas de las ventanas.

Otro plato muy apreciado eran las legumbres. Lo que más se repartía eran lentejas, seguidas de los garbanzos, y con las alubias, blancas generalmente, en tercer lugar. Las lentejas en particular tenían lo suyo. Era una labor muy habitual verter las mismas sobre un hule, y con habilidad y manos ligeras, separar lo que eran lentejas y lo que eran piedras y cualquier otro elemento no apto para el consumo humano. Las piedras en particular eran muy perseguidas, pues no estaban las dentaduras de los comensales aptas para ser maltratadas. (La policía tuvo que intervenir, para desarticular y poner a buen recaudo a una red de maleantes, que reunían todas las piedras halladas en los paquetes de lentejas repartidos, añadían un puñado ínfimo de lentejas, y las vendían en el mercado negro muy baratas. Cuando fueron llevados ante el juez, alegaron los malhechores que vendían las chinitas apartadas con mimo y paciencia de los paquetes oficiales. El Juez no tuvo piedad con ellos, y en sentencia que quedó para los anales, los envió a picar piedra a una cantera -para que sepan lo que son piedras, escribió – durante diez años).

Una semana al mes, se repartía carne, de guisar unas veces, filetes otras. Las primeras veces, cuando aparecían los filetes, la gente no lo podía creer. Aparecían las sonrisas, la incredulidad, incluso las advertencias temerosas de algunas mujeres, que incidían en que allí había algún truco o desafuero. Esto fue remitiendo con el tiempo. Ahora verán por qué.

Los filetes se hacían a la plancha, no por gusto, sino por la escasez de aceite para freirlos. Había quien utilizaba manteca de cerdo, pero claro, eso era, según decían, un desperdicio, estropear la carne. El caso es que aquí también se producía una reunión familiar en la cocina, en torno a la sartén, y todos miraban embelesados cómo se freía el filete de turno. Se servía en la mesa. Todos prestos con su cuchillo y su tenedor. Se llevaba a cabo el correspondiente reparto. El momento de la verdad era el de cortar el primer trozo y llevarlo a la boca. Si se masticaba bien, y se podía tragar sin dificultad, la satisfacción era mayúscula, gigantesca, inolvidable. Si por el contrario, la carne se hacía bola, había que empezar a dar vueltas y vueltas al trozo en la boca, ahora por un lado, ahora por el otro, ahora mojo un pelín de pan…a ver si con la salsa pasa…el disgusto era monumental, manifiesto en los gestos de los comensales. La madre miraba entonces con preocupación. Sea como fuere, no se podía desperdiciar el trozo de carne. Entonces, había quien optaba por hacerlos con algún tipo de salsa, o por añadirlos a alguna legumbre, quien los empanaba con pan rallado…y quien tiraba por la calle de en medio, y se la tragaba como un pavo, con el grave riesgo que ello llevaba de un posible atraganto. Estos filetes fueron bautizados como los filetes de la suerte. Veías dos aparentemente iguales, pero nunca sabías lo que te ibas a encontrar en ellos.

Afortunadamente, aquellos tiempos de escasez fueron quedando atrás. Las tiendas de ultramarinos cada día tenían más productos, y la gente dinero para comprarlos. Primero fue habitual que el tendero fiara, a la espera de la paga semanal. Entonces, los sábados se liquidaba toda la cuenta pendiente. También eso fue concluyendo, y se podía pagar al día. Después, se fueron terminando las compras de cien gramos, las de doscientos, las de cuarto y las de cuarto y mitad, para comprar artículos envasados. Ese fue el comienzo de la desaparición de los tenderos. Algunos le echaron la culpa a un formato de venta nuevo, denominado supermercado, en el que cada cual coge lo que quiere de un estante, y luego ya paga en la caja. Otros, sin embargo, dicen que el verdadero motivo de la desaparición de los tenderos fue que pasaron a ser innecesarios el papel de estraza para envolver y esas básculas que arañaban todo lo que podían del cuarto y mitad de cada producto pesado.

También desaparecieron las chinas en las lentejas, la gama de panes se fue extendiendo hasta límites inverosímiles, el atún pasó de moda, y lo que todo el mundo quería era bonito del norte, y los filetes, ¡amigo, como se te ocurriera vender un filete de la suerte!, estabas muerto para siempre jamás. Todos en aquel lugar se volvieron elegantes, y finos, y delicados, y nadie quería acordarse de los tiempos oscuros del hambre y la necesidad. Incluso algunos afirmaban con absoluta rotundidad que esos días nunca existieron, y lo hacían con tanta seguridad y firmeza, que los jóvenes se lo creían.

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