LOS CUENTOS DEL ENTERRADOR. Capítulo 63. EL BIBLIOTECARIO

Había pasado un mes desde la finalización del conflicto, cuando un edicto anunció a la ciudad que el Ministro de la Gobernación nombraba a don Toribio de las Sales y Puñales, Delegado Gubernativo, con responsabilidad absoluta sobre lo divino y lo humano, excepción de los asuntos militares, que seguirían recayendo en el gobernador militar, Coronel de Infantería Moreno Claro.

El Maestro Villalpando, que siempre ha hecho gala de un humor muy concreto, arguyó en «El Rincón de Camagüey», que aquello, más que un delegado, era un virrey, un sátrapa, por lo que fue reconvenido por don Arturo, que no estaban los tiempos para algunos parlamentos ni manifestaciones.

El caso es que don Toribio desembarcó en la ciudad como si la estuviera tomando. Fue recibido por el Gobernador Militar, y no faltó tampoco el Obispo de la diócesis, don Severiano, que después sería desterrado a las misiones en China, por una discusión con su superior acerca de problemas internos.

Era don Toribio tirando a bajito, delgado, con mirada penetrante y dos ojos muy muy negros, tanto que podían llegar a impresionar. Su cara denotaba un rictus como de mala leche, de dolor de estómago, sin llegar a dolor de muelas. No sabía hablar más que con imperativos, dando ordenes, y carecía por completo de sentido del humor. Jamás le vimos con una vestimenta distinta al uniforme oficial. Iba de un lado a otro siempre a toda velocidad, y no intercambiaba saludos con los vecinos cuando se cruzaba con ellos. No visitaba bares ni restaurantes, el cine y el teatro estaban clausurados, «El Ciudadano Cabal» suspendido provisionalmente, y el sonido de una radio era considerado sospechoso.

Las únicas reuniones permitidas de más de dos personas eran los duelos por fallecimiento. Eso sí, recibimos la orden tajante en «Organización de Entierros (Americanos)» de que cualquier falta de decoro en las conversaciones o en el vestir llevaría acarreada la suspensión de nuestra licencia de actividad, así como la sanción gubernativa personal correspondiente, esto es, la que se le ocurriera a don Toribio en ese momento. Lo único que no tenía restricción alguna era el llanto y la lamentación por el muerto.

En uno de aquellos duelos, recuerdo que a uno de los asistentes se le ocurrió contar un chiste. Este llegó a oídos de don Toribio, que sancionó al narrador con una multa de cinco pesetas, y cinco días de arresto a pan y agua en los calabozos del Ayuntamiento.

Transcurrían los días grises y silenciosos. Una buena mañana, en el tren correo procedente de La Coruña, desembarcaron en nuestra ciudad otros dos personajes igualmente singulares, que completarían el triunvirato que nos gobernaría durante un lustro. Se trataba de don Agustín Hijuelos, sacerdote, censor oficial, y de don Rufino Buentobas, un joven en la treintena, que decía ser escritor, mayormente poeta y dramaturgo, pero que en realidad estaba ahí colocado por su padre, un jerifalte político que andaba preocupado por su hijo pequeño, por darle un sueldo, aunque fuese escaso, para que pudiera vivir con el debido decoro.

Tras quedar debidamente instalados en el «Hostal de Doña Trinidad», los recién llegados se dirigieron a despacho del Delegado Gubernativo, el cual los recibió con educación pero sin miramientos, pues mantenía que la jefatura no podía dividirse ni compartirse, y que él solo se sobraba para llevar adelante la misión encomendada.

No hizo, en cualquier caso, malas migas con el sacerdote, un hombre de mirada penetrante, voz recia, corpachón fornido y carácter fuerte. No le ocurrió lo mismo con el escritor. No le convencieron su chaqueta de color verde oliva, alejada del traje oscuro de rigor en aquella época, ni su pelo un tanto largo y desaliñado. Tampoco su manera de dar la mano, alejada del apretón a conciencia que gustaba a don Toribio.

Cuando, en el despacho de la una de la tarde con el Gobernador Militar, le transmitió sus impresiones, el hizo el Coronel Moreno Claro una advertencia, sobre el padre del muchacho, un personaje muy principal del círculo de poder más cercano a Su Excelencia.

-Ándese usted con cuidado, don Toribio, y sepa con quién se está jugando los cuartos.

Cuando, a la mañana siguiente, don Toribio se confesó con el Sr. Obispo, circunstancia que aprovechó para hacerle partícipe de su incomodidad con el poeta, le dio aquel un consejo que resultó providencial:

-Pero don Toribio, mande al muchacho a ocuparse de las cosas culturales. Que se ocupe del cinematógrafo, del teatro, de las bibliotecas, y manténgale alejado del resto de cuestiones.

Esa misma mañana, citó el Delegado Gubernativo al escritor, y literalmente le repitió las palabras escuchadas:

-Rufino, se va a encargar usted, supervisado naturalmente por el censor, de las cuestiones culturales de la ciudad. El cinematógrafo, el teatro, las bibliotecas…y además puede escribir en «El Ciudadano Cabal» cuantas veces quiera.

-Siempre a sus órdenes, don Toribio. Con su permiso, ahora mismo empiezo.

-Muy bien, instálese en la biblioteca, y desde allí acometa su misión.

Cuando Rufino Buentobas llegó al edificio, se encontró con un espacio que llevaba cerrado una infinidad de meses, con el polvo inundando todo, los libros despanzurrados por los suelos, junto a cuadernos, lápices, colillas, ceniceros…un total y absoluto desastre, que le causó profunda desazón, pues más allá de sus contenidos, le gustaban los libros y que se los cuidase debidamente.

Tras la biblioteca, acudió al edificio del cinematógrafo. El espectáculo fue tan dantesco como el anterior. Todas las butacas rotas, la pantalla rajada por múltiples lugares, los roedores corriendo a sus anchas por la sala…llegaría después la visita al teatro. Nada cambió. Una lástima el inmenso ropero echado a perder.

Viendo la inmensa labor que tenía por delante, se atrevió don Rufino a pedir al Delegado Gubernativo un par de ayudantes. Se autorizó la petición. El problema surgió a continuación, ya que no fueron capaces de encontrar a nadie afín que entendiera, ni le interesara, lo más mínimo ponerse a esa labor.

Estaba tomando café una mañana Rufino en «El Rincón de Camagüey», y tuvo el atrevimiento de manifestar su desasosiego a don Arturo.

-Fíjese usted don Arturo, no encontramos a nadie en la ciudad al que le interesen los libros, ni el cine ni el teatro. Y yo solo, la verdad, no sé si podré acometer la tarea encomendada.

Se entrometió entonces en la conversación Seisdedos, que en esta ocasión obvió la consigna de don Arturo de ser asépticos e imparciales en todas y cada de las conversaciones de los señores clientes.

-Si me permiten interrumpir, a Gumersindo Marmolejo le encantan los libros, y que yo sepa, ahora mismo se encuentra sin nada que hacer, pues el taller de don Sulpicio ha quedado inservible.

-Hombre ¡qué alegría me procura usted! ¿Y dónde puedo encontrar a ese tal Gumersindo?

-No se preocupe, ya le doy yo recado, para que le visite en su oficina.

No era aún la hora de comer, cuando Gumersindo hizo acto de presencia.

-Buenas tardes, don Rufino, venía por lo de los libros.

-Bienvenido Gumersindo. Ya puede usted ver el lamentable estado en el que se encuentra la biblioteca, y nada le digo del cine y del teatro. ¿Estaría usted dispuesto a ayudarme para poner orden en todo esto?

-Desde luego. Supongo, y perdone el atrevimiento, pero es que estoy sin empleo, que habrá sueldo.

-Lo habrá, lo habrá, si bien ya sabe usted los tiempos difíciles por los que estamos pasando. Quiero decir que no será mucho, pero el suficiente para vivir con dignidad. Pero antes que todo eso, póngame al día de sus circunstancias.

-Pues mire usted: cuando cumplí catorce años, mis padres me llevaron al taller de don Sulpicio, reconocido encuadernador de la comarca. Le quedaban siete años para el retiro, por lo que mi señor padre y don Sulpicio llegaron a un acuerdo: me pagaría el cincuenta por ciento del salario establecido durante esos siete años, en los que me enseñaría el oficio. El cincuenta por ciento devengado y no cobrado, serviría para pasar a ostentar la propiedad de la maquinaria, una vez jubilado el maestro. Todo iba según lo previsto, hasta que al tercer año comenzó el conflicto bélico. La gente, como es lógico, dejó de encuadernar libros, y yo me vi vestido de caqui, siendo asignado a una unidad de retaguardia. Cuando la guerra tocó a su fin, fui a visitar a mi maestro, al que encontré con la salud muy desmejorada por las necesidades padecidas. Fuimos al taller. La maquinaria se encontraba o bien destruida o en estado inservible, por lo que tras mirarnos durante unos interminables momentos a la cara, nos dimos un abrazo, que significaba el fin de nuestro trato. El tiró para su casa, y yo para la mía.

Dos días después, y tras obtener la autorización del Delegado Gubernativo, Gumersindo comenzó a trabajar. Con ánimo y hasta con entusiasmo, fue recolocando en sus estanterías todos los ejemplares que iba encontrando. Los más deteriorados, eran apartados para su reconstrucción. Llegó, desde la capital, herramientas para poder encuadernar. Gumersindo disfrutaba de su trabajo, que realizaba con esmero.

Cuando todo estuvo en orden, recibieron la vista del Delegado Gubernativo, además del censor, don Agustín Hijuelas.

-Bien hecho Rufino, sabía que podía confiar en ti, le dijo el Delegado, tirando de cinismo. Ya he comunicado a su señor padre la excelente labor que has desarrollado. Ahora ya, solo queda, antes de la reapertura de este espacio, que el padre Hijuelas pase revista al material, y retire aquel que las buenas costumbres aconsejan.

Al día siguiente comenzó el sacerdote su labor. Libro a libro, estantería a estantería. La manera de trabajar de don Agustín era expeditiva: cogía un libro, lo confrontaba contra una lista que obraba en su poder. Podían ocurrir dos cosas: que el libro entero fuera desechado y enviado al almacén, o que se permitiera al libro permanecer en la estantería, pero arrancando las hojas inconvenientes.

Cada vez que Gumersindo veía arrancar una hoja de uno de los libros, sentía como una punzada en su corazón. Así que determinó, sin advertir a nadie de sus intenciones, recoger todas y cada una de las hojas que el censor iba arrojando a la papelera, catalogarlas y ponerlas a buen recaudo, a la espera de tiempos mejores.

Cuando por fin se reabrió la biblioteca, con gran boato y floridos discursos, Gumersindo fue nombrado bibliotecario. Le entregaron su nombramiento, además de una bata de color azul oscuro, que debía ponerse siempre que estuviera de servicio. Era un trabajo cómodo, pues muy pocos vecinos eran los que se acercaban a consultar o leer libros.

Uno de ellos fue el Maestro Villalpando. Escogió uno de los libros, que se llevó a su casa. Al día siguiente, retornó alarmado a la biblioteca.

-Gumersindo, debo reconvenirte por tu desempeño profesional. A este libro le faltan páginas, concretamente la 89 y la 92, y eso que no he seguido leyendo. Antes de poner un libro en la estantería, hay que comprobar su estado.

-Si me permite, Sr. Villapando, esto no funciona exactamente así. El libro se pone completo en la estantería. Entonces lo revisa el censor, que puede hacer tres cosas: la primera es dar el placet, la segunda es retirar el libro de la circulación y enviar el libro al sótano, y la tercera es dejar el libro en el estante, eso sí, privado de las páginas que la censura considera inapropiadas. El libro que usted ha escogido estaría en ese tercer caso.

-¡Qué barbaridad, qué escándalo, qué atropello!

-Le ruego discreción, Sr. Villalpando, no vaya a resultar que me quede sin empleo, o incluso algo peor.

-No se preocupe Gumersindo, soy una tumba.

-Bien, si puedo contar con su confianza, yo le puedo facilitar las páginas que faltan, para que su lectura de la obra sea completamente satisfactoria.

-Hombre, es algo que agradecería, y reitero que puede contar con mi más absoluta confidencialidad.

Con este pequeño secreto, ocurrió como con todos los secretos que en el mundo han sido. Que de manera confidencial -por favor, no diga usted nada, que Gumersindo en primer lugar, y yo mismo después nos la jugamos- el asunto fue siendo conocido por un grupo cada vez más amplio de gente, hasta constituir toda una red que en algún momento llegó hasta Salamanca y Valladolid, de donde venían lectores en busca de las páginas cercenadas.

El asunto llegó a oídos del Comisario Moratalla, que afortunadamente para todos los implicados, ocupaba su cargo por su excelente desempeño profesional. Pasaron los años. Aflojó la censura, y el control sobre todo y sobre todos. Los nuevos libros que llegaban a la biblioteca ya no lo eran mutilados, y las páginas arrancadas de los viejos ejemplares volvieron a su lugar, en una labor de una pulcritud y una calidad digna de un encuadernador de época como Gumersindo Marmolejo, cuya semblanza fue recogida, con encendido entusiasmo e indisimulado fervor, por don Anacleto Balín en la primera página de «El Ciudadano Cabal», el día en que el Altísimo demandó la presencia de tan digno ciudadano. Descanse en paz.

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