LAS NOCHES EN VELA

El guardia Rubiales no sabe si le gusta o no el turno de noche de la comisaría. Comienza a las veintidós horas, y durará hasta las seis en punto de la mañana. En una ciudad pequeña como la suya, donde muy rara vez ocurre algo digno de mención, es este un turno tranquilo, rutinario, casi se podría decir que aburrido.

Lo volverá a corroborar cuando, a las diez y diez, salga a realizar su primera ronda. Los seres humanos tendemos a ser constantes y repetitivos en nuestras costumbres y formas de actuar. Lo primero que verá al salir será, al fondo de la plaza, las luces de «El Rincón de Camagüey», ya a punto de apagarse. El Maestro Villalpando habrá sido el último en salir del mismo, a las diez menos cuarto, para marchar a su casa en la Calle de la Anunciación. Allí se sentará en el butacón que tiene pegado a la ventana del salón, y leerá el libro de turno. Así permanecerá hasta las doce, hora en que marchará a la cama, esperando que la noche le procuré algún descanso, pues desde hace años manifiesta su imposibilidad de dormir más allá de una hora.

Debe ser cierto, pues en la ronda de las cuatro, vuelve a estar, en ocasiones, encendida la luz del salón. La primera vez que Rubiales observó el hecho, llamó al timbre de la casa del maestro. Ahora ya no lo hace. Simplemente manifiesta para sí mismo: «otra noche sin dormir del maestro Villalpando».

Para las diez y quince, la persiana de «El Rincón de Camagüey», estará descendiendo. Don Arturo partirá para su domicilio, a apenas cinco minutos del café. Desde sus balcones, podrá vigilar el mismo. El camarero Rivera, tardará un rato más en llegar a su casa, que está en el barrio de «Las Recoletas», unos pisos pequeños y baratos, llamados así porque se edificaron en la finca del mismo nombre, construidas en su momento por Fulgencio Riba Desella y Marín de los Pozos, «El Innovador», en la que constituyó la primera ampliación de la ciudad, y que sirvió para sacar de sus infraviviendas a los campesinos que llegaban huyendo de las miserias del campo.

También partirá para su casa «Seisdedos», en la dirección opuesta. Tiene este hombre la costumbre de caminar despacio, mirando aquí y allá. Pareciera que no tiene prisa en llegar. «Seisdedos» comparte con su hermana la vivienda que heredó de sus progenitores, una casita baja ya en las afueras, que en su día también sirvió para resguardo nocturno del rebaño de cabras de su padre. Vivían de la venta de la leche, pero a «Seisdedos» no le gustaba el oficio, por lo que a la muerte de su padre vendió el rebaño. Se colocó entonces de recadero en «El Rincón de Camagüey», y ya aprovechando la clientela, hace de recadero de todos los clientes y de todo el que solicita sus servicios. No gana mucho, pero tampoco necesita nada. Su único vicio es el tabaco, que le dan de balde los parroquianos del café, al igual que la ropa, y la comida, que no es otra que la que sobra al cerrar por la noche el establecimiento. Lo que recoge es suficiente para él y su hermana, que realiza trabajos esporádicos de cocina, limpieza, cuidado de niños o ancianos…la mujer se llama Trinidad, y de joven tuvo un novio al que tocó el Servicio Militar en la Guinea, y murió en una pelea de bar en no sé qué ciudad del interior del territorio continental. Se empeñó, costumbres de la época, la muchacha en guardar luto al soldado, y cuando se quiso dar cuenta el tren había pasado y se quedó para vestir santos.

Tampoco su hermano ha tenido mucho recorrido en eso del amor. Se sabe que hablaba con una muchacha que vivía en la zona del río, a la que conocía de pasar por allí cuando arreaba el rebaño de cabras a pastar. Una buena mañana, le dijo que se marchaba a Mieres, en Asturias, ya que a su padre le habían dicho que allí se necesitaban hombres para trabajar en las minas. Se despidieron con apenas una mirada triste.

En las noches de verano, los hermanos se sientan a la puerta de su casa, en el pequeño patio de delante, y cuando Rubiales llega hasta allí en su ronda, charlan un rato. Son conversaciones como lentas, espesas, salpicadas de los ruidos que los animales silvestres emiten por doquier. La cúpula celeste llena de estrellas transmite quietud. Llega un momento en el que la conversación se agota. Rubiales sigue con su caminar, y los hermanos recogen sus bancos y se meten en casa para dormir. Cuando apagan la luz, una sensación de intranquilidad, como de vacío, invade al guardia. Eso no le ocurre en invierno. En esos días, cuando llega a la casa ya la luz está apagada, y entonces no parece que eche nada de menos.

Dejando la Basílica a la izquierda, con el quiosco a los pies de su escalinata, puede ver Rubiales las oficinas de la «Sociedad Eléctrica de la Meseta Castellana». Están todas las luces apagadas, excepto una pequeña lámpara en el cuartito del vigilante nocturno, Elías, a la izquierda de la puerta. Elías también entra a las diez de la noche, y va y viene en sus rondas por las dos plantas más el sótano. Cuando Rubiales pasa por delante, le saluda. En alguna ocasión, se acerca a la puerta, la entreabre, e intercambian algunas palabras. Incluso puede que se echen un pitillo.

No hablan de cosas muy profundas. Es algo que Rubiales ha aprendido a hacer con el tiempo. Al fin y al cabo, la nuestra es una ciudad pequeña, donde todos nos conocemos más que de sobra. Quiere eso decir que hay asuntos que no es necesario comentar, por conocidas o por desconocidos, o simplemente por no herir al interlocutor. Se pasa de largo sobre ellos, como si no existiesen, como si no nos vinieran a la mente cada vez que hablamos con el protagonista de la historia oculta.

Seguirá después su caminata por alguna de las calles que salen de la plaza. En su momento llegará a casa de doña Mercedes, que tendrá la luz del salón iluminada. Está esperando a que le suban la edición del día siguiente de «El Ciudadano Cabal», que leerá antes de irse a la cama. Mientras concilia el sueño, ordenará las acciones que el grupo de ociosos acometerá al día siguiente.

Cuando llegue al «Hotel Imperial», saludará a Felipín, el conserje nocturno, que estará dormitando sobre el mostrador de la recepción. Normalmente a esas horas, sobre todo en invierno, los clientes ya se han recogido en sus habitaciones. En alguna ocasión, a don Osvaldo y a doña Justa se les ha pasado por la cabeza prescindir de sus servicios, y salir ellos a abrir en caso de necesidad. No lo han hecho. Les da cargo de conciencia. Al fin y al cabo, Felipín lleva con ellos desde que cumplió catorce años, hace de todo en el hotel cuando la situación lo requiere, sin horarios ni turnos ni fiestas ni vacaciones…prácticamente vive en el hotel.

El padre de Felipín desapareció una buena mañana sin dejar rastro. Dicen las malas lenguas que se marchó con una portuguesa que apareció un buen día por la ciudad vendiendo café, cuya familia lo cultivaba en una enorme finca que poseía en Sao Tomé y Príncipe. La madre, acuciada por la necesidad, consiguió un empleo en el hotel. Lo mismo cocinaba, que planchaba, que limpiaba, que servía las mesas. Felipín heredaría su puesto, y aquí sigue, con la única preocupación de la edad de los propietarios, y la incertidumbre de qué ocurrirá el día que determinen que su vida laboral ha tocado a su fin.

Siguiendo por la calle arriba, llegará al cuartel de infantería. Allí verá a los soldados en sus garitas, se supone que vigilando, aburridos y adormilados. Los que sean de la ciudad, le saludarán. Frente a los que no, actuará con prudencia, dejando ver bien a las claras su uniforme. Nadie olvida el incidente ocurrido hace unos años en esta misma calle. Había llegado un reemplazo nuevo, con reclutas procedentes de Galicia y Asturias. De madrugada, entró de servicio un muchacho, que se aprendió de memoria el santo, la seña y la contraseña, así como las instrucciones del buen centinela. Cuando apareció por la calle Juanito «el panadero», camino del horno, a eso de las cuatro de la mañana, el centinela le dio el alto. El panadero, tras dedicar al vigía un gesto desdeñoso, siguió su camino. El soldado novato, ni corto ni perezoso, tiró hacia atrás del cerrojo del mosquetón, y descerrajó un disparo al viandante, que le pasó rozando la oreja derecha. Al escuchar el tiro, el cuerpo de guardia en pleno se dirigió hacia la garita. El Sargento se acercó con cautela. Cuando ya llegaba, el soldado novato le pidió el santo y seña, y como este no se la diera por la incertidumbre y sorpresa del momento, recibió otro disparo, que pasó rozando su codo derecho. El Cabo de guardia, que venía detrás, ordenó cuerpo a tierra, y a voz en grito, ordenó al guardian que bajase inmediatamente de la torre y depositase su arma en el suelo. El soldado, que era de ideas fijas, le pidió el santo y seña. En esta ocasión obtuvo respuesta, por lo que depuso su actitud.

El soldado fue arrestado, y conducido al calabozo. Días después, compareció ante un tribunal militar, que le absolvió de todos los cargos, pues él acreditó haber cumplido las instrucciones de manera fidedigna. Las órdenes debieron ser cambiadas, lo que no evitó que la gente tuviera reservas a pasar por la calle del cuartel, sobre todo a horas nocturnas, y cuando sabían que había llegado a la ciudad un reemplazo nuevo.

Juanito «el panadero», asesorado por el abogado Rubinos, se sometió a un reconocimiento médico completo en la clínica del Dr. Benavides, el cual determinó que sufría una severa impresión, lo que le llevaba al aturdimiento y al miedo. Recibió una indemnización del Ministerio de la Guerra, además de disculpas. Sigue trabajando cada noche en su tahona, a la que ahora llega desde su casa dando un rodeo. Rubiales le visita siempre que está de guardia. El panadero insiste en que el susto no se lo quita nadie, y que se sigue impresionando por cualquier ruido inesperado, o por cualquier insecto o cosa que vuele.

Tras la tahona, la siguiente parada es la del periódico. A esa hora, las máquinas están siendo preparadas para echar a andar. A eso de las once, se cerrará la edición de «El Ciudadano Cabal» del día siguiente. Don Anacleto Balín echará la última ojeada a las planchas, y dará la orden de arrancar. El primer número que salga, le será enviado a doña Mercedes, que al otro lado de la calle, lo estará esperando en bata. Antes de dormirse, sabrá cómo se presenta la jornada siguiente, y eso le facilitará ordenar las actividades del grupo de ociosos.

Tras el periódico, Rubiales arribará de nuevo la plaza. Mirará al edificio de los juzgados, verificará que está todo en orden. Después, hará lo propio con la notaría. Entonces, entrará en la comisaría, y se dispondrá a degustar la cena que le haya preparado su señora madre.

La ronda se repetirá a las doce de la noche, en que la misma llegará hasta el edificio de la Diputación, y las delegaciones de los ministerios. Y luego, a la dos y a las cuatro, más de lo mismo.

Rubiales mantiene la teoría, que ha discutido muchas veces con el Sargento Valladares, de que el tiempo de la noche no discurre a la misma velocidad que el del día. Incluso dentro de la noche, no son lo mismo las diez de la noche, que las doce, que las dos, que las cuatro. Mantiene Rubiales que esto es debido al silencio. A medida que aumenta el silencio, el tiempo transcurre más despacio. Si una noche, se tomara la decisión, por parte del Ayuntamiento, de apagar todas las luces, el devenir sería aún más lento. Para probar su teoría, ha subido Rubiales unas cuantas veces a las cumbres que rodean la ciudad, en horas nocturnas. Tras hacerlo, su afirmación resulta categórica. Ítem más: tampoco transcurren a la misma velocidad las noches de invierno que las de verano, como no son iguales las noches de bochorno que las de tormenta. Precisamente por eso esta suele seguir a aquel, para equilibrar la lentitud.

Luego ya, cuando dan las seis, y la alborada empieza a intuirse, vuelve el tiempo a recuperar su ritmo habitual. El Maestro Villalpando, catedrático de física, no puede admitir ese planteamiento, y así se lo ha demostrado a Rubiales de manera científica, pero el guardia siempre le rebate: ese será así en los libros, en la teoría, pero no en la realidad de las rondas nocturnas de una ciudad de provincias de la meseta castellana, donde nunca pasa nada, excepto la noche en que el soldado novato se lió a tiros, y entonces sí que los relojes volvieron a correr a su velocidad diurna, como asustados, sorprendidos, como queriendo huir de aquel altercado que alteraba siglos de transcurrir sereno y uniforme.

La luz del nuevo día ya se ha hecho presente. Siete en punto de la mañana. Don Arturo da la orden a Seisdedos de levantar el cierre de «El Rincón de Camagüey». Cuando la persiana llega a su cénit, y la llave gira en la cerradura, la campana de la Basílica saluda a la ciudad. El tiempo se despereza, y vuelve a correr sin descanso hasta que el ocaso se haga presente.

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