LOS CUENTOS DEL ENTERRADOR. Capítulo 48. EL COCHE SIN TEJADO

Estábamos a punto de cerrar la oficina para marchar a comer, en un día de no mucho trabajo, pues únicamente habíamos tenido que atender dos servicios, cuando una llamada desde el depósito municipal nos dejo sin habla, casi diría que petrificados.

Había llegado el autobús de línea de Madrid, con una noticia que causó sensación en la ciudad, una vez que Ceferino, el chófer, la anunció a bombo y platillo en «La Perla Negra», a donde acudía cada mañana a tomar una cerveza antes de comer, tras haber dejado el autobús debidamente aparcado.

-En la parada de la Venta, hemos visto un coche sin tejado, dijo a los congregados tras su primer trago de cerveza.

Al punto, los presentes se volvieron hacia él, y le miraron con cara de incredulidad, pues ninguno había visto lo que con el tiempo se conocerían como automóviles descapotables. A raíz de la aseveración del chófer, quien más quien menos se hizo una idea de cómo debía ser un coche sin techo.

-Hombre, le podías haber hecho una fotografía.
-Ya, como si yo tuviera cámara de fotos.
-¿Y sabes si va a pasar por la ciudad?
-Ahh, ni idea, allí estaban una pareja, de aspecto así como muy moderno, con gafas de sol, y la señora con un sombrero de alas gigantes, que casi no se le veía la cara.

Así se quedó la conversación cuando, un rato después, hizo su entrada en la Plaza Mayor el citado vehículo, con la pareja en su interior. Efectivamente, el coche no tenía tejado. La gruesa lona de color negro que cubría su parte superior, había sido corrida hacia atrás, desapareciendo una parte del vehículo que, hasta ese momento, todos en la ciudad consideraban de una sola pieza.

-¡Qué barbaridad! Exclamó doña Mercedes, que fue de las primeras en llegar a las cercanías del vehículo aparcado en la plaza.
-No seáis ignorantes, terció el Maestro Villalpando, si leyeseis alguna de las revistas ilustradas que de tarde en tarde llegan a la Biblioteca Municipal, ya habríais visto los Biscuter, o los Gogomovil, o el Isetta, pero preferías pasar las mañanas tomando el sol en estos bancos que tienen que estar aburridos de acoger a tanto iletrado en su regazo.
-Tan poco hace falta que insulte, Villalpando. Que puede que seamos ignorantes, pero muy honrados. Con respecto a lo de iletrado, no le respondo ya que desconozco lo que ha querido decir.

Mientras todo esto ocurría, la pareja que ocupaba el vehículo se había sentado en una de las mesas de la terraza de «El Rincón de Camagüey», y habían pedido, como consumados repipis que eran, y pensando que dejarían con la boca abierta al barman, dos vermouths on the rocks. Don Arturo, en fabuloso e inolvidado recuerdo, pues todavía se saca a colación cuando la situación lo demanda, respondió de la siguiente manera a su solicitud:

-¿Qué tipo de vermouth, rojo, blanco, con sifón, preparado, con piel de naranja o de limón, con aceitunas o sin ellas, copa corta o ancha, copa ovalada, copa de Martini, con agua con gas, o con una lágrima de vino blanco?

La pareja de repipis se quedó callada. El caballero miró al barman por encima de sus gafas de sol, y replicó a don Arturo:

-Si va a ser tanto problema, tráiganos dos cervezas bien frías.

El Alcalde, que había presenciado la escena, mandó recado con Seisdedos al guardia Rubiales, para que multase debidamente al vehículo, por el artículo del código que fuese, eso era lo de menos, y si tenía dudas que consultase con el Sargento.

En su marcha hacia el Consistorio, doña Mercedes interrogó a Seisdedos, que le narró la escena del vermouth. De boca en boca, la historia acabó en los contertulios de «La Perla Negra», que a falta de conocimiento del código de la circulación, optaron por pinchar las ruedas del automóvil. Se aprobó el asunto por unanimidad, por lo que la expedición de parroquianos salieron hacia la Plaza. Entraron en la misma por la puerta del Oeste, llegaron al vehículo, Olegario «el tomillos» sacó una navaja de su bolsillo, y en un momento, las cuatro ruedas del vehículo estaban rajadas.

El propietario, que estaba viendo la escena desde su mesa de «El Rincón de Camagüey», se puso en pie, y se dirigió corriendo hacia el coche, intentando evitar lo inevitable. Cuando llegó a la altura de los concentrados, el cogote del repipi se llevó un pescozón descomunal, y ya a partir de ese momento, los golpes desde todos los ángulos llegaron hasta su cuerpo.

En ese momento, el guardia Rubiales llegaba al lugar. Se vio obligado a intervenir en defensa del agredido. Se llevó también unos cuantos golpes, hasta que por fin fue capaz de sacar al caballero del tumulto y llevarlo al interior del Ayuntamiento, para que se refugiase en la comisaría.

Un instante después llegó la señorita que lo acompañaba, muy preocupada por la escena que acababa de contemplar. La tranquilizó el Sargento, que pidió a Purita Cardenales que atendiese debidamente a la dama.

También llegó al Ayutamiento el Seisdedos, con el ticket de las dos cervezas, que había dejado la pareja sin pagar. Como quiera que la señorita acompañante se mostraba muy nerviosa, y el repipi alegaba sentir dolores por todo el cuerpo, optó el Sargento Valladares por llamar a la clínica del Dr. Benavides, para que acudieran a reconocer a ambos sujetos, según indicaba el protocolo.
Cuando llegó el doctor de guardia, indicó este que ambos debían ser trasladados a la clínica, para un reconocimiento más a fondo, y poner en tratamiento a la dama, cuyos nervios se habían desbocado.

En la calle, los concentrados no se mostraron conformes con la marcha de la pareja, así que optaron por una nueva tanda de golpes al vehículo, que vio saltar por los aires el retrovisor exterior del conductor, así como uno de sus faros y el intermitente trasero izquierdo. Las abolladuras y desconchones eran cuantiosas.

Vista esta última reacción de la turba, el Sargento Valladares optó por avisar al taller de Ralentín, para que viniese con la grúa y, escoltado por dos guardias, llevase el vehículo al depósito municipal.

-Date prisa Ralentín, estos bestias son capaces de pegar fuego al pobre dos caballos.

Apareció Ralentín en la plaza, con las señales luminosas encendidas, y la sirena a su volumen máximo.

-Vaya, aquí como siempre, defendiendo al forastero, gritó doña Mercedes. Que pague los vermouths, y que se vaya a reír de los de su ciudad.

Secundó la multitud a la agitadora, que comenzó a gritar ¡Ralentín al pilón, Ralentín al pilón!, por lo que el mecánico echó mano de una barra de hierro de más de un metro que llevaba en la grúa, e hizo frente con ella a los manifestantes.

-Ehhh, que yo soy un mandado, que me gano la vida con esto, como todos sabéis. Al que se arrime, le sacudo.

En esos momentos, llegaron dos guardias para socorrer al gruero, y permitir que se cumpliera la orden dada por el Sargento Valladares. Fue retirado el vehículo, y trasladado al depósito municipal.

Los ociosos optaron entonces por trasladarse a la clínica del Dr. Benavides, por ver cómo seguía la situación de los ingresados. Afortunadamente, ninguno de los dos tenía nada destacable, por lo que se les dio el alta correspondiente.

Entonces, en un vehículo de la policía municipal, fueron directamente al depósito, para ver si podían recoger su vehículo y abandonar la ciudad. Cuando llegaron, y vieron el estado del dos caballos, el repipi no pudo evitar el llanto.

-Además, intervino el Sargento Valladares, yo creo que en estos casos el seguro no cubre los daños causados.
-Muy bien, entonces voy a interponer una denuncia.
-¿Una denuncia? ¿Y contra quién, si puede saberse?
-Contra los que han causado los daños. Labor suya es averiguar de quién se trata.
-Oiga, oiga, no me líe. Bastante he hecho con hacer que el guardia Rubiales se jugase la vida para sacarle del lío en el que usted solito se había metido. Y si no, no haber querido reírse de don Arturo.
-¿Quién es don Arturo? Yo no he querido reírme de nadie.
-Y encima no ha pagado la cuenta. Mire, creo que lo mejor va a ser que me lleve a ambos detenidos, y ya dentro de setenta y dos horas, sin prisa, los presente ante la autoridad judicial. Muy bien: están ustedes detenidos. Todo lo que digan puede ser utilizado en su contra. Si no tienen abogado, se les asignará uno de oficio. ¡Rubiales, gritó el Sargento, llame a Rubinos, que se persone urgentemente en el depósito! Y además, el vehículo no puede estar aquí. ¡Rubiales, volvió a gritar el Sargento, llame al cementerio, que vengan a retirar el coche ya mismo!

En medio de tanta confusión, el bueno de Rubiales llamó a Rubinos, que le dijo que estaba reunido con un cliente y que iría lo antes posible, pero que no prometía nada. A continuación, recibimos una llamada en la oficina de «Organización de Entierros (Americanos)», para que pasásemos a recoger un vehículo dos caballos que estaba en el depósito municipal. La llamada fue recogida por doña Amalia, que era dura de oído, y solo entendió la parte de que teníamos que acudir a retirar un coche con dos caballos.

-¿Cómo que un coche con dos caballos?
-Si, que vayamos al depósito municipal, a retirar un coche con dos caballos.
-¿Pero los caballos dónde están, dentro del coche? ¿Y desde cuando enterramos caballos?
-Y yo que sé, a mí lo que me ha dicho Rubiales.
-¿No será que vayamos con el coche de caballos?
-¡Anda! Pues ahora que lo dice, a lo mejor era eso.
-¿Y para qué van a querer el coche de caballos en el depósito municipal?
-Y yo que sé, se habrá muerto alguien que quería ir al cementerio en coche de caballos.

Ordené que se preparase el carruaje de caballos a la mayor brevedad. Nos subimos al pescante el chófer y yo, y marchamos hacia el depósito. Desde lejos, al enfilar la recta de la calle, ya vimos una abigarrada multitud frente al almacén.

-Algo ha pasado, señor director, fíjese la cantidad de gente arremolinada en la puerta del depósito.

En cuanto nos divisaron, y a medida que avanzábamos, el silencio se fue imponiendo al ruido. Llegamos a la puerta. Descendimos con la solemnidad que la ocasión requería. Penetramos en el depósito. Al vernos, el Sargento Valladares demudó el color.

-Buenas tardes, ¿qué hacen ustedes aquí con el coche de caballos?
-Ni idea mi Sargento. Al parecer, Rubiales ha llamado a doña Amalia, y ha solicitado el servicio.
-¡Rubiales!, gritó el Sargento.
-A sus órdenes, mi Sargento, respondió el guardia.
-A ver, ¿para qué ha llamado usted al enterrador?
-Porque usted me dijo que llamase al cementerio, mi Sargento.
-Al cementerio de coches, imbécil. ¿Qué cadáver ve usted aquí dentro?
-Ninguno mi Sargento.
-Pues yo veo uno, y es ese vehículo Citroen dos caballos.
-Mi vehículo no es ningún cadáver, terció el repipi.
-Usted se calla, repipi.
-Este coche se puede arreglar, intervino Ralentín. Por poco dinero, se lo dejo maqueao.
-Muy bien, ya ve, querido enterrador, que estoy rodeado de merluzos. Puede volver a sus obligaciones.
-A sus órdenes, mi Sargento. Pero, una pregunta, ¿quién se hace cargo de la salida?
-Pues quien va a ser, el repipi. Ya debe dos consumiciones en «El Rincón de Camagüey», un servicio de la grúa de Ralentín, otro del carruaje de caballos de «Organización de Entierros (Americanos)», más la minuta que le va a pasar el abogado Rubinos, que ahora mismo está haciendo su entrada en este recinto.

En ese momento, apareció igualmente el auxiliar administrativo de la Clínica del Dr. Benavides, con la factura de la atención médica dispensada a la pareja.

-Déme, déme, le requirió el Sargento Valladares, que les va a salir el vermouth por un pico.

 

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